septiembre 08, 2012

Aprender de los fracasos

Tanto valoramos el éxito que gran parte de la educación la orientamos a la obtención de logros. En el camino, hemos olvidado que parte fundamental son los tropiezos, pues nos abren las puertas al crecimiento.

Es parte de nuestra naturaleza cometer errores, pero aún así vivimos con miedo a fallar. La misma palabra “fracaso” tiene tan mala fama que la mayoría la utiliza con un dejo de tristeza, sin considerar que no hay quién no haya fracasado en su vida. El fracaso parece ser un dato que no debiera asomarse en la biografía personal. Los triunfadores, los reconocidos, son a los que se les da tribuna, entonces, dar la posibilidad del fracaso en la propia vida es como autocensurarse de entrada.

El término “fracaso” viene del italiano “fracassare”, que significa “romperse algo estrepitosamente”. Y hay algo de cierto en esto, pues cuando un sueño, una ilusión, una amistad o un proyecto nuestro fracasa, emocionalmente sentimos que en nuestro interior algo “se rompe”. Hay un quiebre que nos afecta directamente en la manera de percibir la realidad; ante un fracaso pareciera que esta nos dio la espalda y la desilusión se apodera de nuestro ánimo.

Hay tres lecciones que podemos sacar del fracaso: (1) identificar prioridades y a distinguir lo importante de lo superficial, (2) estimular la reflexión y el contacto con uno mismo y (3) volvernos más comprensivos con los demás.

Fracasar forma parte del aprendizaje. Todos nos caímos cuando aprendimos a andar en bicicleta, y luego nos paramos y volvimos a andar; y hoy, aunque no lo hayamos hecho hace tiempo, seguimos siendo capaces de hacerlo. Aprendemos en un proceso de fracasos, de caerse. El tema es la connotación positiva o negativa que le damos. El gran desafío es cambiar la visión que existe actualmente, y validarlo, desdramatizarlo y tomarlo como una etapa dentro del proceso que tenemos que recorrer para llegar al éxito. Si aprendes de ese fracaso y tienes la capacidad de volver a pararte, vas a mirar hacia atrás y te vas a dar cuenta que no va a ser más que otro paso para llegar a tu meta.

La persona que fracasa no necesariamente es un fracasado. Este último es aquella persona que se ha dejado vencer por las circunstancias o la dejadez, que no vuelve a intentar, que le abre la puerta al pesimismo, se abruma y se empapa de desilusión. Vencer el fracaso o esa sensación de ruptura interior requiere de perseverancia, haber aprendido a ponerse de pie y llevar marcado dentro que las expectativas de la vida dependen en un alto porcentaje de la actitud personal.

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¿Fracasar a los 8 años?
Los adultos tienen mucha responsabilidad en la categoría que adquieren los eventos de la vida de un niño. Son ellos los que le ponen el nombre de “fracaso”, porque en realidad, a esta edad, se habla más bien de frustración. El fracaso supone que uno se ha embarcado en cierta acción, que deliberadamente se ha proyectado en un plan, ha buscado medios, es decir, hay una conciencia plena de lo que busco. Pero los niños suelen actuar movidos por sus deseos, afectos, necesidades y no mayormente por decisiones más profundas. Es decir, la pelea con un amigo suele responder a eventos circunstanciales de celos, envidia, egoísmo, pero no es un fracaso, como sí podría considerarse la pelea que conlleva la amistad adulta, cuando no se pusieron en juego todas las herramientas comunicacionales y de empatía para resolver las diferencias.

Un niño tiene todavía mucha historia que contar, mucho que volver a andar, que rehacer y aprender. Es más flexible a las adversidades de la vida, está explorando sus capacidades, se están poniendo a prueba sus fortalezas. Por eso los adultos no podemos categorizarlos ni enmarcarlos… Un padre que cataloga la mala nota del hijo como un fracaso tiene que tener cuidado: eso puede jugarle una mala pasada en el futuro, en el sentido de estigmatizar al niño y convertirlo finalmente en lo que está prejuzgando de él.

Enseñar a los hijos a aprender de los fracasos resulta más fácil si los consideramos algo natural; incluso es bueno saberlo para evitar una “neurosis perfeccionista”, que se ha apoderado de muchos en la actualidad y que delata también una falta de humildad. El objetivo de los padres debe ser el de mostrarles que cada caer es una oportunidad.

Hay que dejar que los niños se equivoquen. Y que asuman las consecuencias que eso conlleva, aunque les provoque desilusión, desencanto, dolor. El sufrimiento es una escuela de vida; el ahorrarles el dolor equivale a hacerles reprobar la asignatura sin nunca haber tenido clases. Es cierto que cuesta ver sufrir a los propios hijos, pero lo peor es disfrazarles la realidad. Los papás tienden a ser muy sobreprotectores, quieren que sus hijos asuman los menores riesgos posibles. Pero a medida que generan espacios seguros y protegidos, hay menos porrazos; y menos porrazos equivalen a menos procesos de aprendizaje. Cuando los padres privan a los niños de fracasar, los privan de uno de los procesos más valiosos que pueden tener en su vida.

Hay que reforzar permanentemente su autoestima. Para eso es clave potenciar las fortalezas y no quedarse pegado en las debilidades. Edison fue expulsado del colegio (era algo sordo y tenía muchos problemas) y educado por su madre, quien veía en él enormes talentos creativos. Años después se convirtió en el mayor inventor del siglo XX.

Hay que exigirles. Eso les permitirá conocer sus límites, probar su propio “elástico interior”. Luego, frente a las dificultades podrán ponerse a prueba y descubrir esa potencia que ni siquiera imaginaban tener.

Hay que enseñarles a tener una actitud positiva ante la vida. Eso se aprende en la familia. Vale la pena preguntarse: ¿qué es lo que primero hago o digo al llegar a casa después del trabajo? Muchas veces nuestra queja es tremenda: el día cansador, el jefe intolerable, el tráfico horroroso… Lo mismo ocurre en el proceso de formación de los niños. Ellos aún no pueden determinar si lo que les ocurrió es un fracaso o no; dependerá de lo que diga el adulto. Si a un niño le va mal en la prueba de matemáticas y tú le dices “bueno, es difícil que te vaya bien, porque yo siempre fui negada para los números, así que no importa, haz lo que puedas no más”, lo marcas negativamente. Si, en cambio, le dices “veamos qué podemos hacer para mejorar, quizás tienes que cambiar la técnica de estudio, pero tú puedes hacerlo, sigamos avanzando”, lo puede ver como una tremenda oportunidad.

Hay que centrarse en el proceso. Enseñarle a los hijos a no estar pendientes solo del resultado, sino a disfrutar el camino que recorren. Muchos jóvenes dicen: “si no gano, entonces no sirvió de nada lo que hice”. Ahí es cuando viene la pregunta: ¿qué lograste, qué aprendiste, eras capaz de hacer esto antes? Cuando nos hacemos conscientes de ese proceso, de que esto es solo una parte de crecer, es cuando hacemos el cambio de realidad. Es como abrir el espectro de visión. Por lo mismo, es importante recalcarles que el fracaso no tiene por qué ser algo definitivo. Al contrario, constituye parte de las reglas del juego. Se debe contar con que no todo -o quizás nada- va a salir como lo teníamos planeado, pero la gracia está en seguir adelante, pese a los contratiempos.

Hay que motivarlos a autoevaluarse. Frente a tropiezos como no haber sido elegido en el equipo de fútbol o haberse quedado en blanco en una prueba, los padres pueden llevar a sus hijos a la reflexión. El fracaso hace lucir ante uno mismo la propia limitación y brinda la oportunidad de evaluar qué hacer para superarse y lograr dar lo mejor de sí. Es positivo saber que muchas cosas dependen de uno mismo y que pequeños cambios hacen una gran diferencia.

Adaptado del artículo de Pía Orellana, de la revista Hacer Familia Chile

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