octubre 05, 2010

La obediencia

¿Cómo hacer para que los hijos te obedezcan?

Quienes hasta ahora acataban órdenes porque sí, muestran atisbos de indolencia y simplemente pueden decidir no cumplir con algunas consignas. Son niños en las puertas de la adolescencia: ¿cómo revalidar ante ellos la autoridad? ¿Cuánto sirven a estas alturas los premios y castigos?

Está claro, lograr que los hijos sigan todos los criterios educativos de los padres es un objetivo que no se improvisa de la noche a la mañana: papás y mamás deben haber ganado su autoridad desde que sus niños son pequeños, simplemente con el prestigio. Dicho en otras palabras, los niños siempre estarán mejor dispuestos a obedecer a quienes admiran.

Esta admiración se logra cuando no se pierde de vista que se está “al mando” de una familia a la que se le tiene un amor infinito. En un hogar es preciso que los adultos sepan inyectar las energías necesarias para que sus hijos crezcan como personas sólidas. Esto conlleva necesariamente saber mantener el ánimo sereno a pesar de las dificultades, soportar las molestias sin perder la paz, saber esperar resultados no inmediatos, servir de apoyo y dar criterios válidos y permanentes.

La razón de ser

Para todo lo anterior, sin duda, los padres deben establecer qué es lo que sí y no se les permitirá a los hijos, por qué se mantendrán ciertas reglas y cómo se sancionará a los “infractores”.

Hay que tener en cuenta que en la vida del día a día, los padres están constantemente dando señales de sanciones no intencionadas, de estímulos o reproches que, sin ánimo expreso de premiar o castigar, efectúan con los hijos. Una sonrisa, un gesto de aprobación, una mirada comprensiva, el oído atento, son formas imperceptibles pero eficaces para alentar conductas determinadas. Así como una mueca, un movimiento negativo de la mano, una mirada dura, sirven para desalentarlo.

Es más, en la diaria convivencia familiar los hijos debieran percibir con claridad lo que a sus padres realmente les importa y dan valor, aquello que les alegra o entristece, lo que les hace sonreír o enojar, lo que los deja indiferentes. Por esto mismo, hay que tener muy presente que los castigos o los premios son recursos extraordinarios, deben ser de uso esporádico y carecen de sentido si constantemente se recurre a ellos para reforzar o modificar conductas.

La “inflación” de castigos hace que el hijo sancionado se vuelva inmune y no les dé importancia. Así como también los excesos en premios hacen que los hijos esperen que toda acción sea reconocida.

La política de sanción es efectiva cuando…

• Se tiene conciencia de que los premios y castigos tienen relación con la educación de las virtudes, es decir, con la idea de formar a los hijos para que sean sinceros, respetuosos, generosos.
• Se conoce muy bien a los hijos: con esto se les exige de acuerdo a lo que realmente ellos pueden dar de sí.
• Se castiga el hecho o la falta, pero jamás el ser de los hijos. Es muy distinto decir: “has hecho esto mal” que “eres un mentiroso”.
• Hay proporción entre la sanción y la conducta sancionada. No se deben matar mosquitos con balas de cañón, ni dar algo desmedido por un esfuerzo normal. Un buen ejemplo: limpiar lo que ensució.
• Se cuida el prestigio de los hijos delante de los hermanos, amigos y parientes. Hay que pedir ayuda a quien la pueda dar y no desahogarse por necesidad de alivio personal.
• No se reta de memoria: las faltas que carecen de importancia más vale pasarlas por alto. En cambio sí que hay que ser muy constante en la exigencia de lo que realmente importa.
• Se evita la coacción afectiva con frases como “me haces sufrir” o “cómo me puedes hacer esto”. Las faltas de los hijos no deben considerarse como ofensas a los padres. Actuar “contra” los hijos por orgullo herido es lo peor. La autoridad es serena y apacible, evita la severidad innecesaria que puede producir una sumisión aparente y una probable rebeldía.
• Se cuidan las promesas y amenazas. Si éstas no se cumplen, los padres pierden credibilidad. Es recomendable no describir todas las catástrofes posibles que sucederán a una falta. La idea es crear un sentimiento de responsabilidad en los hijos y no de culpabilidad.
• Se concede un tiempo razonable, generalmente más largo de lo que se presupuesta, de mejora. Dejar atrás un defecto o un mal hábito no es sencillo y requiere de un plazo prolongado. Hay que tener paciencia. De hecho, si después de realizar esfuerzos hay fracasos, el hijo no debe ser tratado con rigor. Más vale ayudarle y animar a recomenzar.
• No se vuelve sobre faltas pasadas. Recordarle a los hijos lo que han hecho mal durante toda su vida da la impresión que los padres tienen un prontuario de sus malas acciones que no ayuda en nada. Lo que ya se ha castigado o perdonado, no debe ser revivido, ya que desanima y frustra.
• Hay coherencia entre lo que los padres exigen y hacen. Sin el ejemplo que avala lo que se le pide a los hijos, las palabras pierden todo su valor. Educar es autoeducarse.

Por Magdalena Pulido (de la revista Hacer Familia Chile)

 

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